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EL DERECHO CIUDADANO A UNA BIBLIOTECA PUBLICA DIGNA

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Es vergonzoso ver las estadísticas y darse cuenta que en la media, ni a una biblioteca llegamos a tener por cada 31,000 habitantes en este Estado, sobre todo en zonas urbanas y con alta concentración de población como Othón Pompeyo Blanco y Benito Juárez; por si fuera poco el soponcio, en toda nuestra geografía tan sólo contamos con 50 bibliotecas desde hace 8 años atrás. Paradójicamente, el mayor número de bibliotecas se encuentran en los municipios con una zona rural mucho más amplia como Felipe Carrillo Puerto y José María Morelos, y esto obedece a que en cada localidad cabecera, hay una biblioteca que utilizan los estudiantes para realizar tareas, ya que no cuentan con herramientas tecnológicas como el internet. Por increíble que pudiera parecer, es más penoso es aún, que la capital del Estado no cuente con una biblioteca pública digna.

Cierran una biblioteca y la reacción de la mayoría es de estupefacción, indignación; lo incongruente es que sin pena ni gloria pasa cual changarro callejero que quiebra porque le descubrieron que los tacos eran de pastor pero alemán.

Entre las opiniones más francas y aterrorizantes, estuvo quien dijo que para qué mantendríamos como ciudadanos cumplidores con nuestro pago de impuestos, un lugar que ni usamos. Las bibliotecas son un derecho ciudadano plasmado en la Ley General de Bibliotecas y es de competencia federal, estatal y municipal promover el establecimiento, organización y sostenimiento de bibliotecas públicas, impulsando su creación, equipamiento, mantenimiento y actualización permanente de un área de servicios de cómputo y los servicios culturales complementarios que a través de éstas se otorguen; según versa el artículo cuarto de esta ley; mientras tanto, la hoy Secretaría de Cultura descuida esta parte importante de la educación de la ciudadanía.

La verdad es que con tantas bibliotecas digitales, ¿quién quiere ir a una incómoda biblioteca pública?, hasta los que no tienen internet y mucho menos el dinero para comprar libros, prefieren juntar los 15 pesos e ir al ciber café más cercano para encomendarse a San Google o Santa Wikipedia, cuando no Pijamasurf como hicieran unos alumnos de preparatoria, de alguna escuela privada, en donde alguna vez impartí clases y de cuyo nombre no quiero acordarme.

La importancia de una biblioteca reside en la información que aglutina en sus libros, base de datos, hemeroteca (algunas la tienen), repositorios y con la tecnología, el acceso a la información de casi todo el mundo; el límite como siempre, lo constituyen la lengua y el dinero para ampliar el catálogo de materiales de información de las bibliotecas de otros lugares. Aunado a ello, está la socialización de la información y la capacitación en mejorar la lectura y comprensión de textos desde muy temprana edad, impartiendo talleres y actividades encaminadas a cumplir ese objetivo.

Tener una ciudadanía con acceso libre y democrático al conocimiento que genera la humanidad no tiene obsolescencia, pensar en una biblioteca como una catacumba de libros viejísimos, es sólo la idea de cerebros obtusos en el poder, que mezquinamente sólo nos han dado lugares indignos o lo que es peor y un atentado contra la ciudadanía, ¡cerrar una biblioteca! que dolosamente abandonaron por desviar recursos que estaban destinados para su mejora constante.

Sigo esperando sentada el día, en el cual pueda llevar a mis hijos a una biblioteca que no me haga sentir decepcionada, como aquella vez que acudí a la biblioteca recién remodelada de mi ciudad, a echar un vistazo antes de hacer la excursión con mis críos; desafortunadamente hallé un lugar con anaqueles casi vacíos, enciclopedias obsoletas, servicio de internet fallido y con nulas actividades para incentivar la lectura en los infantes. Decidí proteger lo que ya hemos logrado.

Siempre he dicho que no hay biblioteca pequeña, nada en el mundo me satisface más que observar la incipiente colección de libros de mis hijos en el librero.

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